FUNDAMENTO TEOLÓGICO DE LA
RENOVACIÓN CARISMÁTICA
Primera parte
Primera parte
1. La vida intratrinitaria y la experiencia
cristiana
® El
fundamento teológico de la Renovación es esencialmente trinitario.
® Nadie ha
visto jamás al Padre (cf. Jn 1,18), ni podrá verlo en esta vida, porque «habita en una luz
inaccesible» (1 Tim 6, 16; 1 Jn 4, 12, 20). Sólo el Hijo ha
visto y ha escuchado al Padre (Jn 6, 46). Él es el «Testigo» del Padre. Jesús
nos dio testimonio del Padre, y el que ha visto, oído y tocado a Jesús tiene
acceso al Padre (1 Jn 1, 1-3).
® Después
de la Ascensión de Jesús al Padre ya no podemos verlo ni escucharlo
personalmente. Pero nos ha enviado su Espíritu que nos recuerda todo lo que
hizo y dijo y lo que sus discípulos han visto
y oído (Jn 14, 26; 16, 13). No tenemos, pues, acceso al Padre por Cristo sino
en el mismo Espíritu (Ef 2, 18).
® El Padre
se ha revelado como la «Persona-Fuente», Principio sin principio, cuando
descubrió su nombre a Moisés: «Yo soy el que soy». En el Nuevo
Testamento Jesús se revela como la imagen de la «Persona-Fuente» (Col 1, 15) al
tomar y aplicarse a sí mismo esta palabra de revelación (Jn 8, 24-28). El Padre
y Él son uno; el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn 17, 21; cf.
10, 30). Jesús es la manifestación de «aquél que es» (2 Cor 4, 4; Hech 1, 3).
® Cuando
Jesús emplea la forma «nosotros» en un sentido exclusivo (Jn 10, 30; 14, 23; 17, 21), ese «nosotros» se refiere al Padre y a
Él mismo. El Espíritu procede de ese «nosotros» y es, de manera inefable, una
Persona en dos personas. El Espíritu es el acto perfecto de comunión entre el
Padre y el Hijo, y es igualmente por el Espíritu como esta comunión puede
comunicarse ad extra.
Seminario de Sanación Interior y Liberación Rcc de Ibarra-Ecuador |
® La Iglesia se define, en efecto,
por su relación a esta comunión de Personas. La
identificación de Jesús y de los cristianos (Hech 9, 4 s.) no es posible sino
en virtud de la identidad del mismo Espíritu Santo en el Padre, en el Hijo y en
los cristianos (Rom 8, 9). Cristo «nos ha dado su
Espíritu que, siendo único y el mismo en la Cabeza y en los miembros da a todo
el Cuerpo la vida, la unidad y el movimiento» (Lumen Gentíum,
7).
® Siendo el
mismo Espíritu el que permanece a la vez en Cristo y en la Iglesia, la
comunidad cristiana puede ser llamada «Cristo» (1Cor 1,13; 12,12).
® Los
carismas son las manifestaciones de esta inhabitación del Espíritu (1 Cor 12,
7), signos del Espíritu que habita en nosotros (1 Cor 14, 22), y se manifiesta
así de forma visible y tangible; «Jesús ha derramado el Espíritu Santo...» (Hech 2, 33).
® Al final de
los tiempos, cuando el Espíritu Santo haya reunido todo en esa comunión, Cristo «entregará el reino a Dios Padre» (1 Cor 15, 24), y la Iglesia es el inicio de este reino (Lumen
Gentium, 5).
2. Cristo y el Espíritu Santo
V
Es lícito
decir que Jesús, en su humanidad, ha recibido el Espíritu y lo ha enviado.
V
Jesús ha recibido el Espíritu en plenitud, y esta
efusión del Espíritu es la inauguración de los tiempos mesiánicos, de la
segunda creación. Concebido por el poder del Espíritu Santo, Jesús viene al
mundo como Hijo de Dios y como Mesías.
V
Y es precisamente la efusión del Espíritu en el
momento de su bautismo en las aguas del Jordán, lo que le permite asumir
públicamente ese papel mesiánico: «Cuando Jesús
salía del agua, los cielos se abrieron y el Espíritu, en forma de paloma,
descendió sobre Él» (Mc 1, 10).
V
Este acontecimiento es decisivo en la historia de la
salvación. No se trata, únicamente, de la investidura pública de Jesús como
Mesías, sino de una gracia personal que le confiere poder y autoridad con
vistas a su obra mesiánica (Hech 10,38). El Espíritu del Señor se derrama sobre
Él porque ha sido ungido para predicar la buena nueva a los pobres (Lc 4, 18).
V
Comentando la palabra dirigida a Juan el Bautista: «Aquél sobre quien
veas descender el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo» (Jn 1, 33),
la Biblia de Jerusalén nota que «esta expresión
define la obra esencial del Mesías». Jesús recibe el Espíritu, o
mejor el Espíritu «reposa sobre Él» (Is 11, 2; 42, 1; Jn 1, 33) de manera que Él
pueda bautizar a otros en el Espíritu»(8) .
V
Habiéndose ofrecido Él mismo a Dios, como víctima
sin mancha, por el Espíritu eterno (cf. Heb 9,14), Jesús, el Señor glorificado
y resucitado, envía el Espíritu. Manando de ese cuerpo crucificado y resucitado
como de una fuente inagotable, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Jn 7,
37-39; 19, 34; Rom 5, 5; Hech 2, 17).
V
Entre Jesús y el Espíritu hay reciprocidad de
relación. Jesús es aquél a quien el Espíritu se ha dado «sin medida» (Jn 3, 34;
Lc 4, 1), porque el Padre lo ha «ungido de Espíritu y de poder» (Hech 10,
38). Es conducido por el Espíritu y por el Espíritu el Padre lo resucita de
entre los muertos (Ef 1, 18-20; Rom 8, 11; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 13, 14).
V
Por su parte Jesús envía el Espíritu que ha
recibido, y es por el poder del Espíritu como se llega a ser cristiano: «Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, no le
pertenece» (Rom 8, 9). La marca esencial de la iniciación
cristiana es la recepción del Espíritu (Hech 19, 17). Por otra parte es el
Espíritu el que suscita la confesión de que «Jesús es el Señor» (1
Cor 12, 3). Esta relación recíproca de Jesús y del Espíritu se orienta a la
gloria del Padre: «Es gracias a Jesús como unos y otros, en un solo Espíritu, tenemos
acceso al Padre» (Ef 2, 18).
V
No se trata de confundir las funciones específicas
de Cristo y del Espíritu en la economía de la salvación. Los cristianos se incorporan a Cristo y no al Espíritu.
Inversamente es por la recepción del Espíritu como se llega a ser «cristiano»,
miembro del Cuerpo de Cristo. El Espíritu es quien opera esta comunión que
constituye la unidad del pueblo de Dios. Reúne en la unidad porque hace de la
Iglesia el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12, 3).
V
El Espíritu realiza esta unidad entre Cristo y la
Iglesia manteniendo su distinción. Por el Espíritu Cristo está
presente en su Iglesia, y pertenece al Espíritu la función de conducir a los
hombres a la fe en Jesucristo. El Espíritu es una persona, como el Hijo y el
Padre, pero por ello no es menos el Espíritu de Cristo (Rom 8, 9; Gál 4, 6).
V
Es preciso no considerar esas funciones específicas
de Cristo y del Espíritu como una vana especulación teológica. El que Cristo y
el Espíritu, cada uno a su manera, constituyan la Iglesia, debe afectar
profundamente a la misión de la Iglesia, a su liturgia, a la oración privada
del cristiano, a la evangelización, y al servicio de la Iglesia frente al
mundo.
3. La Iglesia y el Espíritu Santo
o Puesto
que la Iglesia es el sacramento de
Cristo (Lumen Gentium, 1), es Jesús quien, en su relación con el Padre
y con el Espíritu, determina la estructura íntima de la Iglesia.
o Así como
Jesús fue constituido Hijo de Dios por el Espíritu Santo, por el Poder del
Altísimo que cubrió a María con su sombra (Lc 1, 35), y fue investido de su misión mesiánica por el Espíritu
que descendió sobre Él en el Jordán, así, de una manera análoga, la Iglesia
desde su origen fue constituida por el Espíritu Santo y manifestada al mundo en
Pentecostés.
o Hay una
tendencia en Occidente que da razón de la estructura de la Iglesia en
categorías «cristológicas», y hace intervenir al Espíritu Santo para que anime
y vivifique esa estructura ya previamente constituida.
o Si es
verdad que la Iglesia es el sacramento
de Cristo, esa concepción
no puede ser sino equivocada. Jesús, en efecto,
no ha sido primeramente constituido Hijo de Dios y después vivificado por el
Espíritu para cumplir su misión; como tampoco ha sido investido de su
mesianismo y después habilitado por el Espíritu en razón de su ministerio.
o De manera
análoga, tanto Cristo como el
Espíritu Santo, los dos, constituyen la Iglesia; ésta es fruto de una doble
misión: la de Cristo y la del Espíritu, y esta afirmación no contradice
el hecho de que la Iglesia inaugurada en el ministerio de Jesús recibe una
modalidad y una potencia nueva en Pentecostés.
o Ya que la Iglesia es el sacramento de Cristo, es
también participante de la unción de Cristo. La Iglesia no continúa
solamente la Encarnación, sino también la unción de Cristo en su concepción y
en su bautismo que se extiende a su cuerpo místico(9) .
o Si la
acción de la Iglesia es eficaz, si su predicación y su vida
sacramental
logran sus frutos, es en virtud de esta participación en la unción
de Cristo. La comunión eclesial es igualmente una consecuencia de ello.
o Por otra
parte, ese mismo Espíritu que asegura la unidad entre Cristo y la Iglesia,
garantiza también la distinción: «en el Espíritu», Cristo no se sumerge en
su Cuerpo que es la Iglesia, sino que permanece como Cabeza de la misma.
4. La estructura carismática
de la Iglesia
m
Como
sacramento de Cristo la Iglesia nos hace partícipes de la unción
de Cristo por el Espíritu. El Espíritu Santo permanece en la Iglesia como un
perpetuo Pentecostés, y hace de ella el Cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios,
llenándola de su poder, renovándola sin cesar, moviéndola a proclamar el
Señorío de Jesús para la gloria del Padre.
m
Esta inhabitación del Espíritu en la Iglesia y en
los corazones de los cristianos
como en un templo, es un don para toda la
Iglesia: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3,16; cf. 6,19). El
don primordial hecho a la Iglesia no es otro que el Espíritu Santo mismo, con
Él vienen los dones gratuitos del Espíritu, es decir, los carismas.
m
El
Espíritu Santo, dado a toda la Iglesia, se hace visible y tangible a
través de los diversos ministerios, sin que se confunda con ellos. Como
manifestaciones visibles del Espíritu, los carismas se ordenan al servicio de la Iglesia y del mundo antes
que a la perfección de los individuos que los reciben. En cuanto tales
pertenecen a la misma naturaleza de la Iglesia. Está, pues, fuera de cuestión el que un grupo o movimiento particular
en el interior de la Iglesia reivindique una especie de monopolio del Espíritu
o de sus carismas.
m
Si el Espíritu y sus carismas son inherentes a la
Iglesia en su conjunto, son también constitutivos de la vida cristiana y de sus
diversas expresiones, tanto comunitarias como individuales. En la comunidad cristiana no debe
haber
miembros pasivos, desprovistos de función, de ministerio. «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversos modos de acción, pero
es el mismo Dios el que produce todo en todos. Cada uno recibe el don de
manifestar el Espíritu para el bien de todos»
(1 Cor 12, 4-7).
m
En este sentido todo cristiano es un carismático, y
se encuentra, por tanto, investido de un ministerio para servicio de la Iglesia
y del mundo.
m
Los
carismas tienen, con todo, importancia desigual. Los que
están más directamente ordenados a la edificación de la comunidad tienen una
dignidad mayor. «Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de
Cristo, y sus
miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la
Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer
lugar como maestros; luego, el poder de los milagros; luego, el don de las
curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas»
(1 Cor 12, 27-28). La igualdad de carismas y ministerios no es propia de la
vida de la Iglesia.
m
No hay, pues,
que oponer una Iglesia institucional a una Iglesia carismática. Como
decía san Ireneo: «Donde está la Iglesia, allí está el
Espíritu, y donde está el Espíritu, allí está la Iglesia»(10) .
Un mismo Espíritu, que se manifiesta en diversidad de funciones, asegura la
cohesión entre el laicado y la jerarquía. El Espíritu y sus dones son, en
efecto, constitutivos de la Iglesia en su conjunto y en cada uno de sus
miembros.
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